APRENDIZAJES, OMISIONES Y DECISIONES. Artículo del Dr. Javier Vilosio
Aprendizajes, omisiones
y decisiones
Por Javier O. Vilosio
Médico. Master en Economía y Ciencias Políticas. Docente
Vamos a
aprender mucho de esta pandemia. En esencia, porque el aprendizaje es inherente
a la condición humana. Tanto como la necesidad de reducir la incertidumbre que
el futuro representa, y el deseo de construir un mañana diferente.
Sabemos
que existe el aprendizaje en muchas otras especies animales, los pulpos, por
ejemplo. Claro que, hasta el momento, los sabrosos octópodos no se han
organizado socialmente a través de instituciones. Y esa es una gran diferencia.
Los
humanos contamos con la ciencia, que nos brinda conocimientos -no certezas-; la
filosofía que nos guía y nos incomoda en la formulación de las preguntas
fundamentales de la existencia (¿reflexionaran los pulpos sobre su propia
vida?), y el arte, ese gran espejo de nuestra cultura. Y también la historia, imprescindible
para recordarnos el futuro posible, revisando nuestras raíces.
Con estas
diferencias, que implican diferentes intencionalidades, aprender es tan propio
de nuestra existencia como lo es para el pulpo. Y para ambas especies es, al
final, cuestión de subsistencia.
Los
aprendizajes que vamos haciendo sobre la pandemia son múltiples.
Hace
menos de un año que se reportó el primer caso de COVID-19 en China, y desde
entonces sabemos mucho más sobre el virus, y bastante más sobre la enfermedad.
Sin
embargo, mediada la respuesta social por instituciones políticas, algunos
aprendizajes que nos brinda la historia han sido ignorados.
No sería
intelectualmente honesto poner en nuestro listado de aprendizajes novedosos las
esperables consecuencias económicas, sociales y éticas de muchas de las medidas
de control impuestas frente a la emergencia.
Eso no es
novedoso, tal y como la historia y otras ciencias sociales lo muestran.
Pero
contra toda experiencia histórica, la decisión mayoritaria fue mirar la
pandemia exclusivamente por el ojo de la cerradura de la infectología.
Una
consecuencia de esa decisión política fue plantear la contraposición entre los
términos salud y economía.
Claro que
la épica de esa afirmación tuvo al principio un efecto beneficioso para quienes
la defendieron: es la nuestra una sociedad siempre ávida de salvadores
benéficos, y en lo posible grandilocuentes, y funcionó bien cuando todavía se
aplaudía por la noche a los “héroes” de la salud, y se afirmaba que el
fortalecimiento del sistema se lograría con más camas de terapia y
respiradores.
Entre las
cosas que ya sabíamos está que la política no se lleva bien con la
incertidumbre. Los políticos necesitan ofrecer certezas, y los consumidores las
prefieren.
Hoy los
nervios se han crispado. La sombra de la tragedia social comienza a desplazar a
la preocupación por la enfermedad, y se difunde la certeza de que las cosas
tampoco están saliendo bien en materia de salud.
Se desmorona la confianza en aquella
promesa de proteger las vidas desestimando las consecuencias económicas,
psicológicas y sociales de una parálisis sine die. Y la autocrítica
no es apreciada en la cultura política nacional. De manera que la política sale
a buscar culpables. Igual que se ha hecho en siglos pasados, frente a otras
pestes.
Volviendo
a nuestro tema: cuando la realidad desmiente las afirmaciones militantes, el aprendizaje
puede ser una buena excusa para guardar bajo la alfombra lo que ya sabíamos, y
preferimos ignorar.
Pero hay
omisiones que no son aprendizajes; son sencillamente malas decisiones. Y
deberían asumirse las responsabilidades.
Un
ejemplo, entre varios otros posibles, es la cuestión de la información.
Argentina
ha degradado, desde hace años, su sistema de información sanitaria. El
resultado es que ante esta emergencia, y a casi ocho meses de su inicio,
sabemos que no contamos con números confiables y oportunos de casos y
fallecimientos. Dos insumos básicos para la gestión de la crisis.
Sería
absurdo asumir que en 30 o 60 días las nuevas autoridades hubieran podido
resolverlo.
Pero es inadmisible
que en base a esa debilidad estructural del sistema se hicieran afirmaciones
taxativas, se lanzaran comparaciones innecesarias y falaces, se profundizaran confrontaciones
políticas, se estigmatizara a las personas, y se propagandizaron éxitos
inexistentes.
La
necesidad de contar con un sistema de información sanitaria de calidad, solo un
ejemplo, no deberá considerarse, entonces, un aprendizaje de la
pandemia, sino el doloroso recordatorio de la incapacidad de la política para generar
transformaciones relevantes en el sistema de salud argentino.
Omitir lo
que Virchow ya sabía hace más de cien años, fue una decisión: “Una epidemia
es un fenómeno social que tiene algunos aspectos médicos”.
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